Un zorro y un adiós

 

Hace tiempo decidí irme lejos, y nunca ha sido nada fácil. He comenzado a sentir que no soy de aquí, pero tampoco de allá. Hasta la propia familia ha dejado de conocerme. Porque ya no soy más yo. De aquella que se fue, solo el recuerdo queda. Como el recuerdo de su voz que me invitó a seguir mi sueño de algún día jugar fúbol, darlo todo por un equipo, entregar mi pasión al balón. Balón que no fui capaz de golpear, porque no podía correr, pues sentía una punzada en el pecho, como si de repente fuera a anochecer pero simplemente el cielo era gris. Tan gris como el zorro de mirada triste que vino a verme a mi casa, en medio de la noche ayer, justo antes de ir a dormir. 

Pero ahora no puedo dormir, porque la punzada en el pecho, el cielo gris y el zorro de mirada triste eran todos una señal del inmenso dolor que me agobia después de terminar la llamada.

-"Hola...."

El solo pensamiento que se me cruzó al escuchar a mi ex al otro lado del teléfono fue que algo malo le sucedió a su padre.

-"llama a tu madre, por favor" es lo poco que pudo decirme entre sollozos.

Lo supe, lo sentí. Fue como un rayo al partir un tronco. Eso sentí al romper mi corazón.

-"qué pasó?" pregunté todavía como si ya mi alma no estuviera gritándolo.

-"tu padre ha muerto..." 

silencio...

Y ahora en medio de la nada, al otro lado del mundo, entre la negación y el llanto, debo despedirme de mi más grande amor. 

Debo volar a casa, para dar ese abrazo que no le di, ese beso que me perdí y esa caricia que escondí, a mi madre, la única que estuvo allí cuando su corazón dejó de latir.  Es un adiós sin despedida, un te amo a rueda suelta, un te extraño a media noche y un lo siento sin respuesta.

Lo que nos queda

 

Y es que el problema de que se haya ido no es que me hubiese dado cuenta de la falta que me hará el resto de mi vida. El problema en realidad fue la revelación indiscutible y repentina de que la vida es un ratico y cada instante vale oro.

Y de la misma manera ha pasado un año. Un año lleno de experiencias, aventuras, alegrías y tristezas. Y lágrimas, muchas lágrimas. Porque sobre todo, durante todo este año no he dejado de sentir ni un solo día el dolor de su partida. Dicen que sólo el tiempo ayuda a sanar las heridas, pero este es un dolor profundo que estará ahí siempre. 

Claro que intento seguir con mi vida como si nada, es lo que él más hubiera querido. Pero como dicen por ahí, el calvario lo llevamos dentro y yo prefiero llorar en soledad. Y cada día, cada decisión, tengo que preguntarle su consejo para que me guíe. Siempre reza en mi cabeza "y tú qué harías?", pero la pregunta nunca tiene respuesta, ahora es mi tarea buscarla. 

Él era el primero en decirme lo mala que soy para llevar mis emociones, y es por él que ahora más que nunca intento mantenerme entera y pensar con cabeza fría cada situación. Respirar profundo, contar hasta diez, entender las razones y retener mi explosividad, que es sólo mía, no de él. Siento que hoy más que nunca necesito ser un poco más como él y un poco menos como yo. Será que eso es madurar?

Nunca imaginé pasar mi treintavo cumpleaños sin siquiera tener derecho a un beso en la distancia. Porque aunque igual nos separa un océano, el hecho de saber que mi mamá sigue ahí, que me deja unos chocolates sobre la mesa o unas flores con el conserje (en complicidad de mis amigos), un "te amo" en la mañana, me hace realmente un mundo de felicidad. Pero saber que nunca más me dirá "feliz cumpleaños" o "te amo" o "te extraño", ese es el verdadero dolor de mi corazón.

Así que el tiempo no sana el dolor, no tengo ni la esperanza de que lo haga y tampoco quiero que lo haga, porque el tiempo sólo me hace entender ese dolor. Al final, es ese dolor el que me lleva a recordar cada sonrisa y cada palabra, cada abrazo, cada momento que pasamos juntos. Por eso me apego a mi dolor y lo vivo y lo siento y lo quiero sentir, porque al final eso es lo que nos queda.

A mi papá, que tanto amé y amaré hasta el final de mis días, durante el ratico que estaré viva.

 

Escrito por Sara Echeverry